Me resulta insultante que cualquier abajofirmante suponga que tener una opinión distinta a otros, así sean defensores de un Premio FIL antes prestigioso y respetado que esta vez es a todas luces por lo menos discutible, te convierte en miembro de un complot obscuro en contra de la literatura. La carta claramente promovida por miembros del jurado en medios académicos internacionales apoyando sus propias decisiones es una evidente maniobra para minimizar y desprestigiar la crítica en su contra. Eso “me obliga”, como dicen ellos, a expresar mi disidencia. Y mi deseo y exigencia de que, más allá de este penoso caso, en México se establezcan de una vez por todas unos procedimientos de discusión entre jurados que restauren la confianza pública ahora perdida. Como los procedimientos parlamentarios que otras instituciones, como el National Endowment for the Arts, aplican siempre.
Yo no simpatizo con la transformación del Premio FIL, dedicado excepcionalmente este año sólo a una parte de la obra de un autor. Tampoco simpatizo con la idea de que el ensayo no sea considerado parte de una obra literaria, como también lo defiende en esta ocasión el jurado. Y me parece igualmente absurda la idea de que saber quién es el autor de un texto no sea ya considerado un problema literario. ¿Ahora es algo que se decide por mayoría de votos?
Estas tres ideas anómalas que me parecen literariamente aberrantes tienen su origen en un cuarto problema de este Premio que ha sido ahora decisivo: en un jurado no debe haber nunca miembros que tengan una relación cercana con los candidatos a ser premiados. Cualquier factor externo que implique un prejuicio favorable o desfavorable a esas candidaturas debe ser excluido: parientes, enemigos, empleados o empleadores, testigos en un juicio previo, socios o competidores y amantes deben retirarse del jurado. Este es uno de los principios parlamentarios básicos que en cualquier jurado internacional se respetan: no debe haber “conflicto de intereses”.
Durante más de veinte años he servido en jurados internacionales de arte y literatura. Y en todos los países, menos en los latinoamericanos y en España, los principios parlamentarios básicos se enumeran al comenzar un jurado y se respetan. Y uno de ellos es la exclusión terminante del conflicto de intereses.
El primer momento de la reunión de un jurado consiste en definir el propósito de la reunión. Algún representante de la institución convocante enumera ese propósito y la naturaleza del premio. Si se trata de premiar un libro del año no se puede premiar uno anterior, si se trata de premiar una obra o una trayectoria no se puede decidir que el Premio es de pronto nada más para un libro o dos. Esta definición debe ser previa a la discusión de cualquier candidatura.
Una falta grave es modificar o interpretar de alguna manera los estatutos posteriormente para que se acomoden al caso de alguno de los postulantes. Se llama “interpretación a modo”. Y eso también ha sucedido en este Premio FIL: el jurado decidió una interpretación de los estatutos “a modo” de favorecer una de las candidaturas. Eso, en otro país, no sería considerado juego limpio. Aunque la independencia del jurado le autorice a ser la última instancia de decisión. La torcedura es evidente.
De estas dos faltas administrativas graves, aunque sean autovotadas por el jurado como “legales” porque tenga facultades formales para hacerlo, se derivan como consecuencia las aberraciones literarias enumeradas al principio. Todo para dejar fuera de la discusión, y del expediente, el tema literario grave de estar premiando a un autor cuyos textos no fueron todos escritos por él.
Es inútil a final de cuentas, aunque al principio muy engañoso, querer aparentar que esta serie de acomodos son una defensa de la literatura en contra de los juicios morales o penales o políticos que invadirían lo literario. Por una parte, el tema de quién es el autor de un texto es un asunto completamente literario. No es comparable a considerar el obscuro servicio militar de Gunter Grass o el juicio penal de extradición de Álvaro Mutis. Esos no eran asuntos literarios. Este sí. Tanto y de tal manera que el jurado tendría que haber enfrentado el caso y haber tomado una decisión sobre la autoría de esos textos. Si no tenía dudas sobre la autoría aceptarlos y defender el caso o rechazar el expediente si las dudas continuaban. Al no hacerlo, al lavarse las manos de tomar una decisión sobre este tema literario de un expediente que tenía en su mesa, el jurado actuó con ligereza e irresponsablemente desde un punto de vista literario.
Es obvio que no se trataba de que suplantara a los tribunales peruanos. El jurado legal y el jurado literario ejercen dos lógicas distintas con propósitos diferentes y efectos separados. Y aunque un tribunal peruano llegara a decidir que por un problema legal técnico le perdonan la multa al plagiario, eso no lo exime de la evidente apropiación de textos ajenos que cualquiera puede confirmar con sus propios ojos comparando lo plagiado con lo publicado por el plagiario con su nombre.
Parte de las consecuencias de lo que hizo este jurado al lavarse las manos o cerrar los ojos ante la evidencia literaria y literal va más allá del Premio mismo. Su efecto es una lectura cultural más amplia de este Premio: porque así como decidir que el sol no salga es algo que no sucede aunque un jurado decida unánimemente que ahora no aparezca, la obra de un autor está formada por todos sus escritos, del género que sean, aunque una reunión de personas en Guadalajara decida por mayoría de votos o por unanimidad lo contrario. Y por eso, al premiar a un autor que ha firmado como suyos ensayos ajenos, aunque nos den la orden de sólo mirar hacia sus novelas, el Premio FIL que siempre ha sido para la obra entera de un escritor es recibido por muchos lectores como una aceptación gremial de la estafa autoral. Trampa premiable o por lo menos como un acto que para los escritores que juzgan este caso y quienes los apoyan no es grave. Escribe una buena novela y falsifica y roba todo lo demás que de cualquier modo la FIL te premiará.
Eso no es defender la literatura. Es insultarla, degradarla, enturbiarla.
Durante más de veinte años he defendido a la FIL en situaciones adversas. Creo que ha sido y es una obra fundamental para la cultura de nuestra lengua. Muchos hemos creído que en el Premio FIL hay un reconocimiento gremial a una obra importante de nuestra lengua. Me parece un ultraje contra la FIL la manera torcida en la que este premio se ha achicado y tergiversado. Entiendo perfectamente que a las instituciones que convocan les parece que no les queda sino acatar las decisiones del jurado. Pero yo, aunque sea simbólicamente y no sirva para nada, no tengo por qué aceptar como mía la aprobación gremial de la estafa literaria que el Premio esta vez efectúa. Y menos si los procedimientos para decidir el premio han sido forzados varias veces en esta ocasión. Un amigo canadiense con quien he compartido jurado en varias ocasiones me dice: “es una pena, lograron “un award with a twist”, un premio con torcedura. Y como tal vez los organizadores no están acostumbrados a que un jurado les modifique la naturaleza del premio seguramente no saben qué hacer ni cómo remediarlo. Van a defenderlo. Es una lástima y un mal antecedente en la vida literaria del país”.